Diez minutos, tres palabras, sus ojos casi ininterpretables, un saltito quizá, un día caluroso, una bolsa reciclable que va directo a la basura, yo misteriosamente calma, segura, casi completa.
Estábamos a treinta y cuatro centímetros, pero sentí que el paso del tiempo había corroído algo entre ese poco espacio.
Tres palabras, mi otra mitad diciéndolas, su voz pacificadora de siempre, sus dedos acariciando mi oreja, y parece que nada hubiese cambiado, parece que nada quisiera cambiar en esos, a penas, diez minutos.
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