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Cada uno posee el máximo de memoria para lo que le interesa y el mínimo para lo que no le interesa..

Mención Honrosa

Alguna vez, quizás hace mucho tiempo, fuimos simples y naturales, juntamos conchitas a la orilla del mar, nos revolcamos interminablemente con un perro, jugamos a la pelota y reímos con los amigos sin restricciones ni apariencias, estuvimos despiertos y fuimos quienes éramos.

Después, todo se complicó, los deberes, las prisas, la escalada profesional, los compromisos y el miedo. Nos fuimos recubriendo de éxitos y fracasos, de historias y perdimos esa simplicidad original, ese no esperar nada, ni temer, sino que vivir con los otros, sin ser más ni menos que nadie, cuando no importaba si éramos ricos o pobres, sino que la aventura que cada día compartíamos.

Cuando aún nos sorprendía el canto de los pájaros, o la luna llena, o el infinito del cielo estrellado y la ropa simple y cómoda bastaba pues constituía un medio y no un fin. Y los amigos tenían nombre o sobrenombres, pero no profesiones, ni status, simplemente era otro ser humano con quien compartir los juegos y sueños y confidencias, sin importar de dónde venía o el trabajo de los papás.

Ese tiempo en que tomamos un camino inspirados por la necesidad de expresar nuestros dones y de servir, sin muchos cálculos, sólo porque sentíamos que por allí seríamos felices. En ese tiempo fuimos de verdad y en alguna parte de nuestro corazón vive todavía aquel ser puro que nos mira desde el pasado pidiendo ser escuchado pues tiene la clave de todo lo que buscamos desesperadamente: vivir despiertos, plenos y felices.

Nos hemos contado el cuento de que si nos esforzamos mucho y vivimos esta vida llena de ruido y actividad frenética, algún día se nos darán las condiciones que necesitamos para vivir realizados en lo que anhelamos Ser.

Pero estamos equivocados, lo único que logramos es llenarnos de más y más adrenalina, adictos a la sobreactividad, a las llamadas perdidas en los celulares, a los compromisos, a las exigencias de parecer cada vez más jovenes, a las máscaras con que nos recubrimos para parecer seguros y ganadores.

En el camino perdemos el corazón, la capacidad de amar, de sentir, de vibrar, de sorprendernos, de ver al otro y ser solidarios, no por deber, sino porque lo sentimos en nosotros, porque su dolor y dificultad es también la nuestra. Se nos ve la mirada cansada, los ojos sin luz.

Alguna vez para las generaciones adultas de hoy la vida fue encantada, después nos tragamos el discurso que ésta era una batalla en que los demás eran potenciales enemigos, o competidores a quienes había que ganar, que no era posible ser feliz sin tener más y más dinero, que la felicidad dependía de la marca de los autos o de los viajes o del barrio en que vivimos...

Así, embarcándonos en vidas no deseadas, perdimos el camino a la simple humanidad a quien le basta una tarde compartida, el paseo por una plaza, un trabajo al cual se le vea el sentido, naturalidad y sensibilidad para ver la belleza en todos los seres, tiempos para la propia creatividad.

A ese joven o a esa niña que nos mira desde el pasado hay que darle tiempo, pues tiene la clave de lo que de verdad anhelamos. Cerremos los ojos, o fijemos la vista y traigamos al corazón la intención pura con que comenzamos a buscar caminos en la vida, allí podemos encontrar una clave para retornar a nuestro Ser.







14 agosto 2004

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